Carta al ausente

Es extraño, pero te extraño. Allá donde estés. No puedo vivirte, ni sentirte, ni a los ojos mirarte. Pero te extraño. Cuanto más cerca te creí más supe que el dolor por la ausencia se convertiría en dolor por rechazo, y por tu ausencia entiendo, pues, el menor de los dolores. Así que te extraño.

Y, bueno, está bien. A medias. No. No está bien. Pero este mundo tiene la extraña costumbre de llevarte por senderos donde el final no es el que buscabas. Te muestra señales que a otros viajeros sí sirven, pero a ti te confunden y te hace creer que era el camino. Te hace olvidar que esto que lees será la última vez que lo leas por primera vez, que el día de mañana será hoy y cuando sea ayer no volverá. Si el tiempo, que inventamos para creer que la vida tiene un principio y un final, fuera un poco más despacio, ¿aún tendría tiempo? ¿Ni siquiera con cinco, seis o siete vidas ahuyentando esta ausencia, tendría tiempo? Y entonces, al final del camino seguiré diciéndolo. Te extraño.

No me queda más que escribir, hablarle al papel como lo haría contigo, porque en este soliloquio nunca sabrás que el papel eras tú, y no un paño de penas, de último recurso, de analgesia absurda, de placebo a sabiendas.

Llego a tu muro de cristal impoluto, a veces veo una grieta por el que respirar tu calor, pero pronto sabré que este muro es una fina línea entre el agua y el aceite, es a prueba de ataques, de palabra y adorno y me aparta al frío lado en el que no estás.

Pero,  ¿quién es más loco? ¿El que muere liberando un corazón enjaulado, o el que se levanta un muro a sí mismo para defenderlo?

Y sea lo que fuere, te extraño, pero tu ausencia ya no es extraña.

 

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